Nosotros
El cadáver amanecerá en un barrial del sur, cinco impactos de 9 mm. No nos vamos a poner a detallar dónde le acertaron los balazos, si en el pulmón izquierdo, en el hígado, donde sea. Detallar los impactos no aclara demasiado el asunto. Nadie vio nada. Pero la sangre está. No nos hagamos los que no vimos. Siempre alguien vio. Y pudo ser visto viendo. Somos pocos en esta Villa y nos conocemos, las malas noticias circulan antes que en la radio, la tele y el periódico. Y si se raspa un poco, se encontrarán conexiones entre el asesinato y los integrantes de las fuerzas vivas. Nosotros nos repetimos, es cierto, hay historias que adquieren protagonismo un tiempo y después las reemplazan otras y el olvido. Y cada una, toda una novela. Por ejemplo, el Hotel Habsburgo. Si unas cuantas vidas se encuentran ligadas con él tal como se las recuerda, es a través de Moni, la dueña que surfeó con una elegancia sensual algo anticuada, pero que en ella era estilo. Sexo, dinero, traición, asesinatos, corrupción tuvieron que ver tácitamente con ella, Moni, quien asumió todo el tiempo una inocencia digna de una esposa fiel, madre abnegada y, aureolándola, la fama de poeta del pueblo. También habría que tener en cuenta a su cónyuge, el conde Esterházy, el noble húngaro obsedido por la tela en blanco, que la iba de artista maldito, alcohólico y timbero perdido, capaz de venderle el alma al diablo si ya no lo había hecho en la época de estos sucesos. Y los vástagos de ambos, el casalito, yunta freak que no puede pasarse por alto; el pibe estrábico, víctima en la escuela, que habría de convertir la humillación en una alquimia de estrambóticas ideas terroristas y desprecio a los seres humanos que intentaría llevar a la práctica. A su lado, inseparable, Aniko, su hermana escuálida y lánguida, aficionada a un espiritualismo orientado por el I Ching, que emplearía como oráculo para explicar su destino a quien la consultara. Jardinero, albañil, carpintero, mayordomo, custodio, amante, al grupo debe sumársele Tobi, el ladero enamorado de su patrona, dotado como un burro. Además están los funcionarios municipales, dicen, Greco, el intendente, Damonte, el secretario de Planeamiento, siempre cuestionados por conflictos vinculados con las coimas y las influencias, los enjuagues del Concejo Deliberante, y sus respectivas familias. Y no dejaremos afuera a Nancy, la doméstica de confianza de los Greco, dueña de su intimidad, sus secretos. A quienes no se puede apartar es a los policías, entre los que se destacan el comisario Barroso, con sus métodos herederos de la represión de la dictadura. Si se busca comprobar la relación entre la escritora libertina y los mandamases de la Villa, no será necesario hurgar mucho entre sábanas arrugadas para comprobar que los chismes de pueblo, como toda mitología, disponen de una resaca de verdad. Contemos, entre otros, al polaco Tomasewski, el ferretero tan atribulado como su hija pianista, condenada a la frustración de sus aspiraciones artísticas. Incluyamos a Dulce, la jipona viuda cosechadora de cannabis, la flor más pegadora de la Villa y su empleo aceitero. No puede faltar en esta trama Dante, el veterano redactor de El Vocero, pasquín semanal, redundante decirlo, que da cuenta de todas las voces de nuestra comunidad. Y no olvidemos a Virgilio, su remisero amigo que lo traslada por nuestro infierno de una conferencia de prensa a una escena del crimen o, clandestino, a los encuentros con su amante a la hora de la siesta. Subimos la mirada al cielo nublado, no clamando por su ayuda, sino por la intriga que nos despierta esa avioneta que otra vez sobrevuela la Villa y aterrizará en el aeródromo que está cerrado en invierno pero, no obstante, hay unas camionetas cuatro por cuatro negras esperando. Y volviendo, del mismo modo que podríamos seguir ampliando este casting, podríamos seguir conjugando hipótesis sobre las razones del cadáver fusilado, la sangre que termina chupada por la arena. Bienvenidos, como prometía el fundador de nuestra Villa, al balneario que se recomienda de amigo a amigo.
Ellos
1
Altanero, caminando lento, casi marcial, sacando pecho, el pelado cincuentón, próximo a los sesenta, si no los pasó ya, vestido con una camisa a cuadros y unos jeans desteñidos que se abrocha por encima de la barriga, con unos borcegos deformes, lo vemos, avanza orgulloso por la alameda con un paquete de pañales.
2
Pero lo que a nosotros nos interesa ahora está en el pasado, un Buick blanco descapotable modelo 46, tan extravagante, tan snob, como la pareja que viene perdiéndose en el laberinto de las alamedas hasta encallar en la arena blanda frente a la casona que había sido de Don Karl, el patriarca fundador, y ahora era de Arno, su nieto. El primero en bajar es el tipo, flaco, anguloso, traje negro, camisa blanca, desabrochado el cuello y la corbata suelta, los zapatos de charol polvorientos. Se pasa la puntera por detrás de la pantorrilla buscando recobrar el brillo perdido, maniobra que, además del brillo del calzado, pretende borrarle niebla, cuando no oscuridad, a su pasado. Tiene aspecto tanguero. Pálido, demacrado, y una mirada cínica y penetrante que parece indagar el fondo de cada ser que se cruza, radiografía útil para el conocimiento del otro en función de una ventaja o una humillación. Y ella, pelirroja, refinada, pero con una cierta informalidad lánguida, sensual. La camisa de seda blanca abierta, demasiado abierta, el cuello sobre las solapas del saco entreabierto. Puede verse el cinturón de cuero con una hebilla plateada ajustando el pantalón largo. Las mujeres de por acá, aun las chetas más insinuantes, no vestían así, se dirá. Las mujeres, no ella, esa tipa de pelo rojo recogido, anteojos de sol y un rouge que le inflama los labios. Y los tacos altos. Se descalza apenas pisa la arena. Respira profundo el aire del mar. Y mira alrededor con curiosidad. Mientras él levanta el capó, echa agua en el motor humeante, ella se aleja, descalza da una vuelta alrededor y tarda un rato en volver. El tipo bebe de una petaca. Ella estira una mano de uñas largas carmín. El tipo pone la petaca boca abajo. Ni una gota. Entonces ella extrae una cigarrera de plata, un cigarrillo al que le adosa una boquilla y lo prende. De dónde habían salido esos dos, se preguntaron, seguro, los paisanos que pudieron cruzarse. Y le fueron con el cuento, seguro, a Arno, el nieto de Don Karl, el patriarca fundador de la Villa. A tener en cuenta, Arno significa águila. Arno debe haber permanecido en su silla ante el escritorio, revisando unas escrituras. Porque, seguro, tarde o temprano esos dos iban a acudir a su oficina: lo sabía. Como tantos, los que acá vienen, vienen huyendo. Y esos dos, si vienen así, engalanados, más que seguro se rajaron justo a tiempo de rodada cuesta abajo a toda velocidad hasta fundir el motor del Buick, que quedaría ahí enterrado en la arena un buen rato.
3
Arno tardó en levantar la vista cuando esos dos entraron a su oficina guiados por Gertrud. Sin duda, a su hija, la vigilante esmirriada de la propiedad, ya fuera por guardiana de su padre o por el interés en lo que algún día iba a heredar, no se le escapó el modo en que su padre lentamente levantaba los ojos claros y los detenía en lo que dejaba entrever la camisa de seda blanca abierta de la mujer. Arno les tendió una mano curtida, callosa, como lo hacía su abuelo con los recién venidos. Los invitó a sentarse. Y con un acento germano les dio la bienvenida a su Villa. El hombre le preguntó, en alemán, si no prefería conversar en su lengua. No hubo afectación en el pronunciar. Como un volver a vivir, dijo el hombre. Como a todos los que se presentaban en ese entonces en su escritorio de dueño y administrador, esos dos también le comentaron su deseo de afincarse en la naturaleza, un abandono de la urbe, un proyecto hotelero. No era la primera vez que Arno escuchaba un comentario por el estilo. Y, a propósito del estilo, se preguntó con astucia hasta dónde había una verdad de aristocracia en estos dos comediantes. De dónde procedían, les preguntó. Ella lo miró a él. Y él respondió de la casa Esterházy. Y agregó: Habsburgo. Y puso un lingote sobre el escritorio. Budapest, dijo. La suerte de una herencia. Arno lo tanteó: Es usted judío, Esterházy. El tipo que respondía a ese apellido fue veloz: Quiere que pele, lo desafió con sorna, una mano en la entrepierna. Su sentido del humor es auténticamente ario, festejó Arno. Desde la puerta, Gertrud observaba la escena: Lo somos, dijo. Entre la ironía y el cálculo, estudiándose, sucedió el primer encuentro entre Arno con Hugo Esterházy y Moni, tal como ella se dio a conocer en esa reunión: Monique Dubois.
4
Si escarbamos en la historia, esos dos deben haber llegado a la Villa transcurridas las seis décadas en que el lugar había dejado de ser un caserío de la costa, balneario marino exclusivo que se recomendaba de amigo a amigo en la comunidad alemana, y pasó a convertirse en un reducto hippie y más tarde una comarca de chalets, propiedades de profesionales progres, los exhippies, y, ahora, cuando esos dos arribaron, en la Villa ya estaba La Virgencita, el asentamiento en la periferia. De los orígenes hablaremos quizás después, el mito de la Villa costera como destino final del camino de las ratas, refugio de nazis. Aunque de esto nadie quiere hablar siquiera hoy.
5
A Dante, es sabido, cuesta tirarle de la lengua, y aun cuando se le calienta el pico, no es fácil sonsacarle un secreto. Que conste, más parco se volvió después que se apareció aquel pibe, el colorado, mormón, que vino desde Utah hasta acá, hasta el local húmedo donde él cocina El Vocero, el pasquín del pueblo. Vino, el pibe, en una cuatro. Se llamaba Randolph, Randy para los amigos. Pero él no era ni iba a ser su amigo. Quería conocerlo, dijo, saber la cara del tipo que embarazó a su madre cuando huía de la ciudad en una noche de ómnibus escapando de los milicos. Y después ella volvió a tomarse un micro a Mar del Plata. Se la tragó la nada hasta que ahora, cuando vino el pibe, Dante se enteró de qué había sido de la guerrillera, de que se había vuelto hippie en California y en el último tiempo adicta a la heroína, joder con el enrosque de la historia. La cuestión es que el pibe vino, le vio la cara al padre y así como vino volvió a subirse a la cuatro y si te he visto, no me acuerdo. Desde esa mañana nuestro escriba, el dueño de los secretos de todos y, seguro, más conocedor de los tejes, manejes, enjuagues y arreglos turbios de la Villa que el mismo Arno, quien se adjudica la propiedad de nuestras intimidades, desde esa mañana, decimos, Dante se puso más hermético. Después de la visita relámpago de Randy, acordamos. Dejemos hablar al viento, que cada uno esconda sus secretos donde más le guste y que su conciencia se ocupe de ajustarle las cuentas, piensa Dante. De modo que si alguien quiere alguna pista sobre la historia del Habsburgo, Dante sería el indicado para contar lo que sabe, que no debe ser poco porque, como aseveran algunos de la época anterior al incendio, Dante no solo fue amigo del conde que también se asignaba el título de duque, y este cambio de jerarquía nobiliaria variaba de acuerdo al escabio, decimos, y en esa época, antes del incendio, Dante tuvo también su historia con Moni. Pero quién, por acá, se dice, no tuvo una con la Colorada, que se jactaba de haber coleccionado como amantes inclusive a aquellos que, sin haberle arrimado, se atribuían un affaire que Moni no se ocupaba de desmentir. Almacenar fantasías le daba fama. También infundía respeto.
6
Pero cabe preguntarse si acaso la construcción de un hotel no se basa en la distribución de tantos recovecos como tiene el alma de quien lo diseña o, mejor dicho, tantas habitaciones como secretos, en cada cuarto algo que conviene encerrar, pero si por cada uno pasa un sinfín de huéspedes, entonces, ni hablar, ni hablar decimos, por qué no habremos de urdir conjeturas. Consideremos entonces el alma de Moni, la cantidad de sus secretos que el hotel habrá cobijado y no pensemos dónde los ocultó, ironiza la peonada borracha del almacén de Mariucha, que tiene al frente solo medanales, yuyaje y después campo. Allí se juntan los últimos del paisanaje que en los primeros tiempos de la forestación de la Villa Don Karl había conchabado y más tarde trajo los tanos y los gallegos, además de polacos y montenegrinos, y entonces la edificación cambió, y el nuevo empuje inmigratorio se instaló en el sur, un caserío variopinto, el barrio obrero, como lo bautizó Don Karl, y allí se montaron madereras, corralones y tiendas. Todavía en esa época andaba por acá Rainer, el arquitecto austríaco que había importado Don Karl para poner en obra sus proyectos. Rainer le había advertido que en este paisaje, una franja de arena costera, igual a Suffolk, era imposible que creciera una planta. Pero Don Karl, tozudo, había conchabado a los paisanos para regar las dunas aun en verano y más tarde, cuando fueron reproduciéndose los primeros tallos, y pudo plantar eucaliptos, pinos y acacias, se le ocurrió un hotel de categoría, un par de hosterías, una enfermería, un teatro. Rainer fracasó en cada intento. De todo eso perduró el esqueleto de un hotel sin nombre, las hosterías apenas techadas, una sala de primeros auxilios que, en verdad, fue un consultorio con piso de portland, y el teatro fue el salón de actos de la primera escuela. Ahora, después de aquella etapa remota, esos dos consultaron a Castiglione, el constructor, y por unos pesos le encargaron transformar el Habsburgo mediante un diseño caprichoso. Los vecinos miraban, curiosos, las formas que iba tomando la obra que respondió en principio a la fantasía de Rainer, quien previamente a la guerra había construido una sinagoga en Viena, más tarde arrasada por el fuego nazi: en efecto, Rainer quería reproducir esos rasgos de templo pero ahora el barón, porque a veces el conde era barón, quería recomponer, con los servicios de Castiglione, la construcción original que respetaba, según él, un gusto vienés. Y una vez inaugurado el Habsburgo, Moni se destacó luciéndose en los giros de un vals en las fiestas.
7
Un alboroto de pájaro en el vientre, le habría dicho Moni a Dante en una de sus siestas. A Lorca le atribuía la metáfora. Eso era mi vientre. Sentís las alas, su revoloteo, una alegría del cielo. Supe que era una paloma. Y por eso la llamé Paloma, la primera cosa buena que traje a este mundo de mierda, le cuenta. Palomita me inspiró el poema más bello que escribí en mi putísima existencia. Pero cuando el padre fue a anotarla le puso Aniko. Dante escucha la lluvia espaciada. Es la hora de la siesta y llueve frío. Y si el primer embarazo fue el gozo, siguió Moni, una epifanía, en cambio, el segundo fue una tortura. Contra lo que pensaba, hasta el momento, Moni no le había ofrecido leerle sus poemas. La siesta venía de confesión. Porque confesarse, redundó ella, es desnudarse. Y después de Aniko me juré no reincidir. Hay un trueno que se alarga en el bosque, parece temblar la tierra, y el viento arranca tejas, quiebra ramas, derriba piñas, un aliento de destrucción que viene del cielo y ella, inspirada por la tormenta. Pero el húngaro me llenó de vuelta. Y entonces fue Lazlo. Esta vez no fueron plumas, no el contento de alas batiéndose suavecitas en el bombo. Eran mordiscos, tarascones. Lo que me tenía, me dije, era un ser depredador. Cerré los ojos cuando vino la madrugada de dar a luz, apreté los párpados y grité. El alarido debió sentirse en Madariaga. Y lo vi brotar, ensangrentado. Voló por el cuarto, chocó contra las paredes y después, en un remolino, dio una vuelta en torno mío y se posó en mis tetas chupándome la sangre. Cualquier nombre me daba igual. El padre quiso Lazlo. Pero acá le dicen Lalo. Y ahí andan, vos los ves y te das cuenta de cómo se diferencian, lo distintos que son: el hada y el roedor. Aniko es lenta, le sobra la ternura, y al otro esa inteligencia maliciosa. Y ahora que te conté, dejame que te lea un poema que escribí sobre la vida y la muerte. Dante agarró los pantalones que habían quedado sobre la alfombra: Me tengo que ir. La lluvia ahora era pausada. Pero no el viento. Con esta tormenta te vas a ir, puchereó ella. Una urgencia, mintió Dante. Tengo una reunión en el Círculo Germano. Manoteó el papel. Me lo llevo, dijo. Apenas pueda te lo publico en el semanario. Salió del dormitorio, bajó apurado las escaleras y en la sala se cruzó con Tobi, más que un sirviente, un mastín. Y poniéndose el impermeable entró en la tormenta que lo vapuleó.
8
Y por qué habían elegido su Villa, quiso saber Arno. Que habían escuchado hablar, que las referencias condecían con lo que habían soñado, un paraíso ario, la Selva Negra, le dijo. Arno sacó una botella de brandy de un cajón, puso tres copas sobre el escritorio. Las llenó. Empujó dos copas hacia ellos. Le agradecieron, pero no. La invitación era una táctica del viejo Don Karl aprendida por su nieto. Si los posibles clientes aceptaban un trago y después otro, durante esa primera charla significaba una debilidad, una tendencia al alcoholismo. Esa era su táctica para calibrar moralmente a los posibles habitantes de sus dominios. Y postergaba la operación. No quería borrachos en sus dominios, aclaró, y sabía lo que puede el alcohol. Ya bastantes problemas le traían los paisanos. Estos dos parecían limpios, a menos que fingieran conocer su truco. Cuando Hugo había dicho ario, Arno tuvo una expresión preocupada. Ya se habían corrido en los primeros tiempos, los fundacionales, los rumores de un transmisor, los reflectores en la costa por las noches, los submarinos, los botes. Hasta que el oro del Reich se trajo aquí, se decía. Eso había sido en los cuarenta y ahora era un cuento de fantasmas, nuestra Villa está poblada por fantasmas. Este es un lugar de paz, dijo Arno. Ideal para criar chicos en la naturaleza. Leyó a Hölderlin, preguntó. Ella fue la que recitó unos versos que aludían al bosque. En perfecto alemán, lo recitó. Arno la observó, tenía el saco entreabierto y podía mostrar, a la altura de los pezones, la humedad trasluciendo la camisa. Ella le devolvió una sonrisa. Una familia es una inversión, dijo Arno. Han elegido ustedes la atmósfera ideal. Se le iba la mirada a Moni, su saco entreabierto. Hubo un silencio. Y después, Hugo: Hablemos de las condiciones, dijo. Arno asintió. Hablaron del arreglo. Ese auto blanco, acá, en estos arenales, no les será de utilidad. Si lo incluimos como parte del contrato, me vendría bien para mis viajes a Mar del Plata. Tras sellar el acuerdo, les ofreció una cabaña como hospedaje transitorio. Unos días después, mientras Hugo le daba instrucciones a Castiglione, Arno iba con Moni a Mar del Plata con la excusa de encontrar mejores sanitarios, y Gertrud miraba con acritud el Buick blanco perdiéndose en una polvareda.
9
Sobre que Moni aprovechó sus revolcones con Arno parece no haber discusión. Tanto Gertrud como Esterházy hicieron la vista gorda. Pero el marido, por su lado, tenía claro que del adulterio obtendrían alguna ventaja. En tanto Castiglione, desquiciado con las pretensiones de Esterházy, intentaba que los bocetos coincidieran con la realidad. Las discusiones eran fuertes y continuas. Arno intercedió: faltaba apenas un mirador que divisaría el mar a cinco cuadras de pinos, acacias, álamos, cedros y eucaliptos. En tanto, a Moni, a quien los lugareños habían empezado a llamar la Moni, pronto dejaron de gotearle los pezones, perdió un embarazo asistida por el doctor Dieterle, el médico que Arno había traído desde Villa Ballester. Más tarde, según ella, repararía la pérdida de esa criatura por partida doble. Entonces le dio las gracias a Yahvé. Y desde que nombró a Yahvé, se supo, no quedaron dudas de que era hebrea, afirmaba en tono conspirativo el doctor Dieterle. Hasta entonces nadie había descubierto el auténtico apellido de Monique Dubois, que teníamos por la Moni, una mujer de carácter que arrastraba con dignidad la ruina del barón Esterházy, que ahora la iba de barón, una dignidad cautivante y seductora la suya. Cuál era el pasado de esos dos. Así como el marido era un día conde y al siguiente duque, ella tenía una vida múltiple en su haber, sabía de todo porque había hecho de todo, según ella, seducción pura, a medida para cada interlocutor.
10
En cualquier estación se lo veía a Esterházy parado en las dunas más altas, erguido en el viento, byroniano, frente al mar allá abajo. En invierno llevaba un sobretodo negro sobre el mismo traje con que había venido a la Villa y en verano chambergo, camisa blanca, breeches o, como los paisanos, alpargatas. En el mirador había instalado su atelier, así lo llamaba. Acumuladas contra una pared, unas telas de grandes dimensiones en las que predominaba un rojo rabioso, inconclusas. Algunos hablaron de arte abstracto. Que Esterházy era un pintor abstracto. El personal del hotel, las sirvientas, el cocinero y la peonada opinaban, en cambio, que esos cuadros indicaban que por el abuso de la ginebra el patrón había acabado perdiendo un tornillo. Esterházy se ponía teatral, ampuloso, cuando venía a Moby, nuestro parador playero donde le fiaban el trago, y entonces desarrollaba sus tribulaciones para darle forma a la nada en un gran lienzo. No persigo lo visible, decía Esterházy. Tampoco pretendo compartir con los mediocres mi percepción de lo Otro, con mayúsculas. Y vaya uno a saber qué era eso Otro que andaba buscando mientras ella, Moni, con jean, tricota azul y campera de franela a cuadros, botas, había empezado a desempeñarse como maestra en la escuela uno. Si no educamos a la manada, estamos perdidos, la había convencido Arno. Por manada entendía tanto a los parditos de los campos cercanos como a la prole de los inmigrantes que iban reproduciéndose año tras año, los hijos de albañiles, electricistas, mecánicos que sembraban sus crías en los inviernos largos y asomaban en verano y otoño para aumentar la estadística del próximo censo. En el verano Esterházy no parecía preocupado por el mantenimiento del Habsburgo. Se entretenía relacionándose con unas familias bacanas en el verano que después de una estadía corta abandonaban el hotel a las puteadas contra el servicio, la comida y la promiscuidad de las paredes de madera. En los primeros días de marzo, el Habsburgo se convertía en alojamiento de fantasmas. Al duque Esterházy lo confundían los susurros del viento en los pasillos, un rumor causado por voces conjuradas para perjudicarle la visión del Otro, que debía esconderse en un rincón del hotel. Si lo esencial es invisible a los ojos, se decía, más seguro sería detectarlo al aire libre, en lo alto de un médano, escrutando el cielo que ahora se agrisaba, el viento venía del sur y la sudestada era inminente. En el invierno, las solapas alzadas y la falda del sobretodo negro flameando le daban un aspecto romántico. Pero los paisanos que ignoraban a Byron pensaban en un loco malo. El tipo era, además de altanero, un caminante de las alamedas hablando solo, sin reparar en los que se cruzaba que, a su espalda, temerosos, se persignaban. A ver si tenía poderes y te echaba una maldición. Había entonces que entender a Moni, que esperaba encontrar consuelo ya no en las escapadas en el Buick blanco con Arno, sino en los brazos de Greco, el intendente, o Barroso, el jefe de Policía, por nombrar dos importantes de nuestra Villa. Estaba anotado también Damonte, el secretario de Planeamiento, un influyente más. Después una tropilla: Romagnoli, el director de la cooperativa eléctrica, Maciel, el de la telefónica, Muzzio, el supermercadista Crespi. Y vaya a saber cuántos y quiénes más, nos decíamos. Pobre mujer, si el marido, con el yeite del arte, la dejaba sola y con dos terneros al pie, librada a su suerte. Pero más que el arte, a él le tiraba la rula y se mandaba a Mar del Plata en el Citroën destartalado que, según las malas lenguas, Arno le había regalado a Moni cuando, empalagado, se la quiso sacar de encima.
11

Si preguntamos en Ayacucho, nos dirán que Tobías Agüero fue hijo de unos puesteros, retoño tardío de un matrimonio reseco. El padre murió debajo de las ruedas de un tractor. Manejaba el hijo. El padre le estaba enseñando a manejarlo, se dijo. Y el chico, distraído, le pasó por arriba. Quedó solo con la madre consumida por la tristeza. Ella le tomó rabia al hijo, que vivía arrinconado a rebencazos en un galpón. Así hasta que la infeliz se ahorcó de una de las cabreadas. El hijo, callado, mudo desde lo del padre, se perdía por el campo hasta la noche. Un anochecer, cuando volvía a las casas, entró al galpón, quedó paralizado. Mudo lo encontraron al paisanito frente al cuerpo colgado de la vieja. Enterrarla no fue problema. Los patrones no querían saber nada del huérfano y los peones convenían que era un maligno. Un estanciero que venía a comprar unos caballos lo arreó. Fue criado a los ponchazos carpiendo la tierra en la Villa como peón. Pronto se le vio la pasión por las plantas. Más tarde, Moni lo adoptó y se lo trajo al Habsburgo. Pronto armó un jardín frondoso en torno al hotel. Había que ver cómo cultivaba flores. Y así fue como se quedó en el Habsburgo. Moni sentía una ternura especial por el huérfano. En cuanto a la ternura suya, se sospechó, no era solo una piedad maternal. Quienes lo vieron bañarse en un bebedero aseguraban que un burro no estaba tan bien provisto. Así que teniendo en cuenta que Esterházy solía regresar del almacén de la Mariucha tropezando de madrugada por las calles del pueblo tratando de acertar el camino de vuelta a la cama matrimonial, una noche, farfulló una de sus ironías y se derribó por ahí. El día que muera, le dijo Esterházy, traeteló y no vas a andar yirando por ahí, le dijo a Moni como si nada hubiera pasado. Tobi se convirtió enseguida en el custodio de los chicos Esterházy, una princesita rubia ella, un pajarraco tortuoso él. Quién se iba a meter con el hada y quién a castigar las bromas incisivas del canallita. Allí estaba Tobi, vigilando siempre, sin despegarse de los críos. Y si el jardinero taciturno escuchaba un chisme sobre la relación con su patrona, su cabreo era fingido porque, presumido, sacaba pecho.
12
En cuanto a los vástagos, como se dijo, no podían ser más diferentes. Aniko fue, desde chica, una criatura entre desvalida y angelical. Parecía estar en otra parte. Pero éramos nosotros los que estábamos en otra. Decía siempre lo que le pasaba por la cabeza. Y lo que le pasaba no éramos nosotros, era una verdad que desconcertaba, porque nadie, y menos nosotros, estaba acostumbrado a la sinceridad. En Rusia, de donde procedían los ancestros eslavos de Moni, se llama yurodnvi a quienes son como ella, aunque esta categorización de la demencia se aplica a esos seres fuera de toda convención que, a pesar de su delirio, enuncian verdades morales que pretenden enderezar a la humanidad señalando sus virtudes y miserias. Tal vez se exagera al adjudicarle esta condición a Aniko, y, como opinan otros, quizá con más sensatez, su inocencia debiera juzgarse idiotez en el sentido que Dostoievski le asignaba al príncipe Mishkin. Era alta, más bien delgada a lo Schiele, tenía el pelo enrulado y un andar pausado. Solía hablar lento, en voz baja, casi inaudible, como si no pudiera hablar sino después de una reflexión sobre lo que decía, lo que le valió la caracterización de perceptiva, que más tarde, cuando se apoderó del I Ching que había rescatado del sótano, le valió la caracterización de niña paranormal. Mediante el Libro, con mayúsculas, se decía, se volvió una casi gurú a la que se le otorgaron ciertos poderes espirituales, tan rara como su hermano, aunque en Lazlo la rareza era de una condición distinta: un chico que parecía mayor que ella, ojeroso, avejentado, huesudo, más alto que Aniko, tirando a raquítico, poseedor de una voz ronca y grave que empleaba para simular una inteligencia de prodigio. Su tendencia a la crueldad se manifestó desde chico destripando todo animal doméstico a su alcance sin contar comadrejas y loros caídos desde lo alto, abatidos por los balines de su rifle de aire comprimido. Pero en la escuela, para joderlo, le decían Lalo. A pesar de su estrabismo y sus lentes de aumento gruesos, una mañana le puso fin a la cargada. Con puntería afinada a un pibe le tiró una piedra con una honda y lo dejó tuerto. Lo expulsaron. Moni fue a llorar a la escuela: su principito era demasiado sensible y sufría más que nadie cualquier situación que lo disminuyera. En especial las burlas a que lo sometían en clase, burlas de las que se desquitaba, como aquella otra vez que a su compañerito de banco le clavó el compás en el culo. Que por herencia pertenecía a la casa Esterházy, una casta de la nobleza húngara que padecía serios trastornos emocionales, explicó Moni, trastornos que no impedían que sus integrantes poseyeran nobles inclinaciones espirituales y estéticas como las de su cónyuge, el conde, que era un artista que no había obtenido aún el reconocimiento crítico merecido. El pequeño Lazlo no era, como sus compañeritos sostenían, un badulaque, sino un prometedor pianista de la talla de Paderewski. Con estos y otros elogios al niño, Moni, con su temple actoral llorando a grito pelado en la oficina, un arranque dramático que se oyó no solo en las aulas sino también en las viviendas vecinas, convenció a la directora de la escuela de que no lo echara. Nadie podía negar que los vástagos del matrimonio Esterházy-Dubois fueran, según Dante, además de raros, un fenómeno que Charcot habría apreciado. El escriba, nos dijimos, al definirlos, quizás exageraba, pero no tanto.
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Esta mañana de llovizna, temperatura glacial, con la estufa eléctrica cerca de los pies bajo la mesa que ocupa casi todo el espacio del local de El Vocero, un cubículo en el fondo oscuro y húmedo de la galería Soles, Dante redacta: Presentamos a nuestros lectores otra creación de nuestra distinguida poetisa Moni Dubois, conocida por todos en nuestra comunidad como Moni, personaje cautivante por su creatividad, una figura que no pasa inadvertida en ningún evento cultural comunitario, tal como ocurrió con la audaz presentación descalza de su último poemario en la Fiesta del Alfajor. El poema que aquí transcribimos refiere pasión, la mejor palabra para definir el temperamento de la autora, «Fiebre de agosto»: «Cielo de invierno / no puedes enfriar / el deseo ardiente / quemando en mis venas /. Siento el palpitar de llamas, / lo siento en todo mi ser / anhelante de un abrazo amante /. Acá estoy, abierta en el bosque / y no me amedrentas, invierno». Está en eso Dante cuando entra Greco, el intendente: Decime, escriba, le pregunta, vas a dar cuenta del quilombo de la red cloacal. No me hagas quedar fulero que ya bastante tengo con el Concejo Deliberante en contra. Dante apaga el cigarrillo: Me vas a levantar la publicidad, pregunta. Y Greco: Claro que no, dónde encontraría otro candidato al Pulitzer. Y después: En qué andás. Dante vacila: En la poesía, un poema de Moni. Y cómo se titula, le pregunta Alejo: Y Dante: «Fiebre de agosto». La fiebre, dice Alejo. Esa siempre la tuvo.
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Cada ser, un enigma, dijo Esterházy. Inspirado estaba esa noche, nos acordamos. Más bien lo dijo como si lo hubieran tenido encerrado, y la ginebra le abrió la puerta a esa noche. Y dijo: Nadie puede ver lo que guarda adentro suyo. No digo las tripas, los pulmones, el corazón. Tampoco los médicos pueden verlo: lo que indagan en los entresijos de bofe no se corresponde con lo que digo. Hablo de un adentro que no se ve. Ahora imagínense una familia, todos y cada uno ignorantes de su adentro. Me refiero a sus túneles y depósitos invisibles, vedados, que alojan intenciones que ni ellos conocen hasta que se manifiestan. Si el enigma es indescifrable en uno, imagínense en una familia. A cada disfunción de una de las piezas que cada ser contiene en su hondura pueden corresponderle sentimientos diferentes: la pasión, el deseo, la envidia, la voracidad, la rapiña, el crimen. Todos los impulsos animales que la iglesia incluye en un catálogo de pecados no son tales. La naturaleza no sabe ni del bien ni del mal. Se trata sencillamente de comportamientos ajenos a nuestra idea de deber o voluntad. Y cuantos más seres se juntan bajo un mismo techo, los enigmas no solo se reproducen sino que, envueltos en su propia excrecencia, terminan por fusionarse en un solo abominable enigma con un poder de daño que, irradiándose, como una peste, corroerá también a sus vecinos. Hablo de todo el planeta. Entonces, me pregunto, sigue Esterházy, quién soy yo, quién es mi mujer, por la que ustedes se calientan, y qué decir de mi prole, a la que ven pasar con una conjunción de lástima y desprecio. Desde afuera ustedes pueden observarnos, establecer las más variadas conjeturas, siempre fallidas porque nunca descifrarán nuestro enigma, como yo ni nadie y menos ustedes mismos tampoco podrán descifrar los propios. Así que no disimulemos nuestra ignorancia y nuestro rencor. No temamos en los otros lo que debemos temer antes en nosotros. Amén, terminó Esterházy. Y se rio de sí mismo, pero también de nosotros. Terminó el trago y volvió a poner el vaso sobre el mostrador esperando que Giménez, el patrón del boliche, le sirviera otro. Se lo sirvió. El húngaro esa misma noche nos dijo que era un auténtico magyar, que su saber fluía como un pescado en peligro de extinción en las aguas del Danubio. Y nos miró uno por uno y todos dispusimos la misma sonrisa, una fingida, de haber comprendido lo que dijo, y aquellos que creímos comprender su sermón quedamos desanimados, sin humor para volver a casa a ver si cometíamos un disparate. Hasta que un borracho se animó a repetir amén. De afuera vino el ladrido de un perro.
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En marzo, cuando se fueron los últimos turistas, en el otoño, y empiezan a sentirse el aburrimiento y el frío, uno de los entretenimientos más populares y, a la vez, secretos, es el chisme. Lo que importa es lo que te cuentan y no quién te lo contó. Los Esterházy eran figuras ideales para el chismorreo. Hugo, que daba pasto a las fieras, sin exagerar, decía con fingida modestia que era un príncipe en el exilio. Que había librado el cuero del totalitarismo por milagro, había conseguido rajarse de los comunistas trayéndose los restos de la fortuna. Otro dato: su condición de artista maldito. Quienes pudieron ver sus obras dijeron que le debían no poco a Pollock, de modo que para el personal del Habsburgo, los santiagueños brutos, esos cuadros eran obra de un poseído por el maligno. Era temido cuando se le daba por hacerse el criollo, elegía una camisa blanca, se calzaba alpargatas y boina, se ajustaba la bombacha negra, un faconcito al cinto y encaraba hacia el boliche de Mariucha. Empedado era peligroso. Aunque si se hacía el guapo, le daban un sillazo por la espalda. Es que cuando las musas no acudían, le daba esa necesidad de descargar la ira, se justificaba. Quizás convenga aclarar que cuando se habla de sus obras, una fue a parar al despacho del intendente Greco. Mejor no indagar a cambio de qué Moni le entregó esa apreciada obra de arte, un horizonte en llamas. Una exención en los impuestos, seguro. Por otra parte, la misma pintura había bastado para que Esterházy, en su primer tiempo entre nosotros, se echara la fama de creador incomprendido. Además, a quien pudiera interesar, y siempre Hugo encontraba uno dispuesto, le mostraba un recorte de La Nación donde se lo veía posar junto a otros pintores delante de un cuadro no menos abstracto. Es decir, para inventarse una personalidad, además de cierto talento actoral, le hacía falta una mínima base de verdad. Y si una cualidad no se podía negar a Esterházy era, además de sus pinturas, la convicción en su tono. Quién le iba a discutir sus historias. A qué meterse en problemas con el loco.
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Hay quien se acuerda de aquella mañana de primavera en que frenan el Buick ante los galpones de Arno y lo entrevistan. Después ella corre por las alamedas, se orienta hacia los médanos, los sube gritando de alegría: Hosanna, gritando en la luz de la mañana, un sol radiante, caliente, mientras se desprende la ropa, las prendas al viento y corre hacia las olas, se lanza contra la rompiente, vuelve a asomar y, atravesando las elevaciones de espuma, nada con estilo. Desde lo alto del médano, él sonríe, extrae una cigarrera y saca uno, lo prende y la observa, como en un gesto reflejo, mira a un costado y cree haber visto una silueta sigilosa, un tipo más bien bajo, pelado, camisa a cuadros que, al sentirse descubierto, baja el médano y se echa a correr como si se lo llevara el diablo. Después él fuma y se vuelve hacia ella, que viene del agua. Pensativo, mira su pubis, la suave pelambre, que le resulta flamígera. El origen del mundo, se dice. Si él no pasará desapercibido en la Villa, ella menos. Ella empieza a ir sola a la playa. El pelado de camisa a cuadros la espía. Ante ella no huye como lo hizo ante su hombre. Se queda quieto, rígido. Y si ella busca acercarse al médano, el otro retrocede, le da la espalda y se aleja hacia el bosque. Hasta que una mañana la vemos entrar al aserradero por unas maderas y se lo encuentra. El pelado, mirada huidiza, la elude. Creo que nos hemos visto antes, dice ella. El hombre no le responde. A qué te dedicás, le pregunta. Él titubea: Un poco de todo. Albañilería, pregunta ella. Sí, señora. Carpintería, pregunta ella. También, un poco de todo. Y ella repite: Un poco de todo. Ahora su mirada es penetrante: Y sos de confianza, le pregunta. Absoluta, señora. En el Habsburgo hace falta un hombre, dice ella. Y le pregunta: Cómo te llamás. Tobías, señora, contesta ruborizado, baja la vista: Pero todos me dicen Tobi.
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En el atardecer invernal los acordes del preludio número cuatro de Chopin se repiten, arrancan y se detienen, se extienden por todo el hotel, empiezan una y otra vez, se prolongan por los corredores y los cuartos vacíos, la escalera, la planta alta y se retuercen hasta el mirador donde está Esterházy, sentado, inmóvil, con una botella de ginebra y una mirada perdida en la tela en blanco, mientras desde la planta alta bajan los acordes y sube la voz de Elsie, la joven profesora y promisoria concertista instruyendo a Lazlo en la ejecución de la partitura, pidiéndole una y otra vez que pruebe de nuevo, pero por más que Lazlo obedece, sus dedos distorsionan las notas, sus dedos son torpes, su pulso es duro y sus movimientos los de una marioneta, la levedad le resulta imposible, esa levedad que distingue a la profesora, la joven Elsie, la hija de Tomasewski, el ferretero, queriendo ser persuasiva con su dulzura, rogándole casi que debe sentir la melancolía del atardecer mientras la luz se va tornando difusa en la sala, y se oye el trino de un pájaro, pero para Lazlo un pájaro solo puede ser blanco de su rifle de aire comprimido, sus dedos se deslizan aporreando las teclas y esa rabia frustrada se expande hasta penetrar los mínimos intersticios del hotel ascendiendo hasta el mirador donde el padre piensa si el arte le estará tan irremediablemente negado como al mediocre de su hijo cuando lo distrae un alarido escalofriante de mujer, Esterházy se aparta de la contemplación de la tela y baja saltando escalones, entra en la sala del piano y ve a la joven agarrándose los dedos rotos de la mano derecha, arrasada por el dolor y el llanto, mientras Lazlo se ríe corcoveando en su asiento al levantar la tapa del teclado: los dedos rotos de la profesora que Esterházy abraza procurando aplacar su dolor y llanto, gira hacia el hijo que de pronto se ha callado y espera su castigo, el sopapo le da vuelta la cara, le vuela los lentes, lo voltea. Lo agarra de los pelos y lo arrastra hacia la pared blanca del patio trasero. Lazlo se arrodilla. Debe quedarse frente a la pared durante horas, hasta el día siguiente. En la sala, en la sombra de un rincón, Aniko tiembla y se tapa los ojos. El padre vuelve, la agarra de los pelos, y la lleva junto al hermano. También ella debe arrodillarse ante la pared blanca. Aniko obedece. Lazlo la mira de reojo. No lloran. El padre, con la botella de ginebra, sentado detrás, los vigila. Cuando dolorido y agotado Lazlo cae inconsciente, el padre lo despabila con un baldazo de agua fría. Lazlo vuelve a la misma posición. Susurra ininteligible. Pero no un rezo.
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Una noche, lo vimos, después de cerrar el local Dante se mandó a Pocker, el bar frente a la plaza 9 de Julio, y reparó en Moni compartiendo una mesa con Barroso, el comisario. Ella se hizo la que no lo veía, pero lo vio. Barroso, en cambio, no ocultó su mirada. Levantó su vaso de whisky como gesto de saludo. Que Moni curtiera con Barroso era demasiado. Se prometió no volver a encamarse con ella. Pero cedió. Y acá está, reincidente esta tarde. Qué tenés con Barroso, le pregunta. Qué querés saber, le dice ella. Pregunto, dice Dante. Vos preguntás mucho, querido. Moni empezó a besuquearle el cuello, fue descendiendo. A Dante le intrigaba la telaraña de influencias que Moni había tejido en la Villa mediante los flirteos, los affaires, las aventuras quizás improbables que ella no negaba. Lejos de contradecirlas, por el contrario, le permitían atribuirse el rol de una Mata Hari de pueblo. Guardo secretos, le dijo a Dante una siesta. Sé más de todos de lo que todos se imaginan. Por qué te pensás que me persiguió la dictadura. Yo militaba. Hacía inteligencia. Era lo mío. Manejaba un mimeógrafo en La Tablada. Cuando nos cayó la patota, escapé por una claraboya, corrí por el techo, salté a una casa vecina. Dante la corta: La vez pasada me dijiste que bailabas en el Colón. Y es verdad, dice Moni. Que militara no quiere decir que no pudiera bailar. Me costaba elegir. Dante la interrumpe otra vez: Y el circo, le pregunta. No era que también fuiste trapecista. Moni se hace la ofendida. Basta, querido. No voy a hablar con la boca llena. Dante la deja hacer.
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Quien sabe bien la historia de cuando esos dos arribaron a la Villa antes de ser familia es Don Méndez, mano derecha de Arno en el mantenimiento del taller donde se guardaban el tractor, la topadora, el jeep, el Buick blanco y todas las herramientas. Después de pactar la compra de la vasta parcela con los restos de la construcción, en vez de aceptar el préstamo de una cabaña, se alojaron en el Isolda, un hotelito pionero de cuatro o cinco cuartos a unas pocas cuadras del mar. Durmieron en cuchetas entre sábanas ásperas, se abrigaron con frazadas marrones y entibiaron en invierno la pieza con una estufa de kerosene que destilaba un tufo que los obligaba a dejar la ventana entreabierta. Por las noches se oía el mar. Daba la impresión, cuando las sudestadas, que la tormenta estaba adentro. Y en cierta forma, había una tormenta, una de otra magnitud, agazapada entre ellos. Por más que encajaran combinando su elegancia snob en nuestra pequeña colectividad donde se andaba en zapatillas o botas deformes, overoles, ropa gastada por la faena de todos los días, se notaba que entre esos dos, además de una alcurnia perdida, había una tirantez. Los chispazos se cruzaban, nunca delante del prójimo, siempre a solas, en la intimidad. Pero Don Méndez supo oírlos al pasar. No entendió lo que decían, hablaban otra lengua, una áspera. Había una controversia entre ambos y se advertía en sus modos, diferencia que empezó a acentuarse en las conversaciones que mantenían con Castiglione, el constructor, cuando les mostraba los planos del hotel futuro, discutían sobre las grandes hojas con los diseños de Esterházy que modificaba encuentro tras encuentro hasta que llegaban a un acuerdo reñido y Castiglione enrollaba los planos y se marchaba hasta dentro de unos días puteando anticipado la próxima reunión donde, seguro, Esterházy le propondría más reformas. Deben haberse alojado unos cuantos meses en el Isolda. Y, a esa altura, ya se habían convertido en los exóticos que serían al caminar por el bosque con su elegancia maltrecha hasta la playa, los médanos, y entonces ella se desnudaba, aun en invierno, y corría hacia el oleaje mientras él fumaba impasible. Tal vez él esperaba que un tiburón merodeara la costa. Pero no le convenía que pasara. La necesitaba, tanto como ella a él. Qué podía unirlos a esos dos, se preguntaba Don Méndez. La ambición de los perdedores, sin duda. Porque no parecían ser la idealización de una existencia a lo Thoreau. Costaba imaginarlos acoplándose con ternura y sí, como debía ocurrir en verdad, un desquite de furia animal, a tarascones. Él gruñía y ella aullaba, contó Don Méndez que había rondado el Isolda una noche de verano. También Don Méndez contaría que, más tarde, algunas noches, al andar cerca del hotel, se oían unas voces no humanas. Pero vaya uno a creer.
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Desde el principio supimos que la unión entre esos dos no era la recomendable para armar una familia como todos los que venían a la Villa con el propósito de afincarse y criar a sus hijos, aunque de esos la mayoría fracasaba en los inviernos eternos de la costa atlántica. Que este era el lugar ideal para una crianza sana había sido el mito que había promocionado Don Karl, el fundador, chicos rubios, juventud sana, ahí están las fotos de esos arios pichones en los médanos, recortados contra el sol, pestañeando enceguecidos por su resplandor. Según Arno, una vez que se le había subido la cerveza, nos dijo que la mujer está más caliente cuando está preñada. Pero Moni perdió el embarazo. Los otros vinieron después. Dos veces apostó. Pensamos más tarde que de haber tenido otra infancia, otros padres y una atención amorosa, sus almas se habrían encaminado hacia una existencia menos turbia. Decir que ella hizo lo que pudo sería una buena excusa si se tiene en cuenta la presencia ominosa del hombre paseándose por el hotel vacío, sus pasos taconeando en el silencio que nadie osaba alterar. Pero eran frecuentes las veces en que el hombre echaba a caminar hacia el cementerio, se paseaba entre lápidas y cruces, elegía la sombra de un sauce y se sentaba sumido en sus pensamientos mientras contemplaba con la mirada perdida el campo, una caballada pastando, el horizonte, el desplazamiento de las nubes. En tanto, ella les cantaba lieder a los chicos, les enseñaba a bailar el vals y les inventaba variaciones de los hermanos Grimm, y en esas variaciones exprimía un humor negro que divertía a los chicos. El terror, decía, fomenta el desarrollo de la inteligencia. En los cuentos siempre había una encarnación del mal, que no respetaba la indefensión de la niñez y su inocencia. Ella contaba en voz baja, para acompañar el suspenso, y exclamaba cuando venían las partes de asombro. Su voz modulando la alternancia de emociones y la voz del ogro se escuchaba desde el exterior mientras Tobi dejaba de hachar leña y se detenía a escuchar con una cara de felicidad boba como si ella hablara de amor.
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Difícil que pasara inadvertida esa mañana en que ella vino al centro, estacionó el Citroën y acaparó las miradas de quienes entraban y salían y venían del Provincia, los que hacían cola en la municipalidad, iban a la tienda de Jaramillo o al negocio de repuestos de Cabrera. En la puerta de la ferretería de Tomasewski estaba Elsie, nuestra joven y frustrada concertista con la mano enyesada, que la siguió con el odio en los ojos inyectados. Moni caminaba altiva, con garbo. Con los labios rojos, un vestido verde, floreado, y una soltura que permitía reparar en que no llevaba sostén. Traía una carterita azul. Esa media mañana en que el pueblo estaba en plena actividad y el centro era el momento de trámites y compras, el calor era agobiante para ser octubre pero, es sabido, en la naturaleza las estaciones se adelantan. Ella caminaba como desfilando, con una sonrisa que destilaba una seducción indiferente, consciente de qué efecto provocaba. Entre los vagos alguno se preguntó si también sería pelirroja ahí abajo. Uno se animó a un silbido de admiración que ella ignoró. Al pasar por el almacén oyó tres mujeres que cotorreaban al verla acercarse. Una dijo que era hebrea la muy puta, no judía, no zaina, no rusa, y escupió a un costado. Ella se detuvo, se volvió hacia las tres. La del comentario la miró desafiante. Y ella, inmutable, se detuvo y la tumbó de un puñetazo. Algo más, preguntó. Después siguió su camino y entró en La Generosa Fortuna, la casa de cambio del prestamista Goldstein. Todos los mirones permanecieron en suspenso, pendientes de su salida. Cuando salió se hicieron los disimulados. Pensaron que iba a cruzar la plaza y seguiría hasta el Citroën y perderse hacia el bosque, el gran hotel vacío en esta época. Pero no. Siguió de largo hasta la iglesia de Nuestra Señora del Mar y entró persignándose. Nos dijimos que, teniendo en cuenta que el hotel venía acumulando deudas, había ido al usurero por plata. Y nos preguntamos también cómo habría logrado sacarle plata al usurero. Las respuestas fueron procaces. Después, por Guzmendi, el sacristán, nos enteramos de cuál fue el empleo que le había dado a la plata que le había sacado a Goldstein: el precio del padre Miguel para bautizar a sus críos.
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Una mañana de junio los chicos salieron a repartir volantes: Academia Esterházy de Bellas Artes. Una docena de alumnos, en su mayoría chicos, no representaban un ingreso como para pagar las deudas. Moni tuvo una idea. El cartel ahora presentaba en su parte superior, en letras más grandes: Modelo en vivo. Las madres retiraron escandalizadas a sus hijos. Pero creció un nuevo alumnado que pronto superó en edad al anterior. A quién podían caberle dudas de quién era la modelo. En la sala se apartó el piano a un rincón y fue reemplazado por unas mesas del bar que oficiarían de tableros. Fue evidente el interés en las clases, la atracción babosa que inspiraba la modelo. En un rincón, Aniko mostraba una habilidad en el dibujo que la congraciaba con su padre. En sus dibujos se notaba la admiración por su madre y también que, cuando creciera, quería ser como ella. Con su talento la chica se había convertido en ese tiempo en la luz de sus ojos. Durante las clases, para inspirar al alumnado, Lazlo desgranaba los preludios y aunque se esmeraba a nadie le importaba demasiado que desafinara ni tampoco que le hubiera roto los dedos de la mano derecha a Elsie. Se trataba de la educación en el arte. En la sala se respiraba una atmósfera de tabaco y deseo, más deseo que otra cosa, generado por las poses de la modelo, impúdicas y cambiantes en cada clase. El estímulo que provocaba Moni no pasaba en absoluto desapercibido. Esterházy, acostumbrado a las reacciones que producía su mujer, ni le prestaba atención. Solo contaba impartirle lecciones a ese grupo de onanistas cada vez más numeroso. Siempre distante, el maestro, como lo llamaban, se paseaba entre sus alumnos corrigiendo la torpeza de sus trazos. El estímulo que inspiraba la modelo no podía no afectar a sus hijos, pero esta cuestión no le interesaba a su marido, más preocupado por el cobro de las clases. Moni sonreía halagada por la fascinación que concentraba, el protagonismo era lo suyo. En tanto, Esterházy disertaba sobre anatomía, perspectiva, luz y sombra. Un palurdo le preguntó al maestro si lo de sombra significaba que iban a dibujar a oscuras. Esa noche Esterházy resolvió suspender las clases y cerró la Academia a pesar del ruego de sus alumnos. A Moni le apenó la decisión. No podía disimular que le gustaba derretir a esa banda de mirones que cuando copularan con sus mujeres apretarían los párpados y pensarían en ella. Después de todo, reflexionaba, hacía un bien a la comunidad fomentando su reproducción.
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Quién es esta mujer ante el espejo. En algunos años se le caerán los dientes y las tetas, y tendrá canosa la concha. Qué hizo en el mundo además de mentirse para sobrevivir. La belleza dura poco, dura nada. Es más fugaz que la vida misma. El tiempo, mordiente, en silencio, corroe como la humedad del bosque y el salitre carcomen imperceptibles hasta que una mañana descubrís una rajadura, la madera vencida, los roedores de invisible y tenaz acción metódica te corroyeron el alma mientras el mundo sigue andando, un reloj que ignora el trabajo destructivo, minucioso, del deterioro: no le importa el dolor. Quisiera no advertirlo ahora, pero aunque no sea visible, ella lo siente. La velocidad de un pasaje callado, sin freno, hacia el horror, es imperturbable. En tanto, en la oscuridad de esta noche y todas las noches mientras estoy acostada, él, con su aliento a ginebra, en una silla al pie de la cama acecha inmóvil mi desnudez a la luz de la luna, y yo haciéndome la dormida. Una sombra flaca, inmutable, no habla, no habla, no habla, no porque no tenga qué decir, sino porque eso que siente y le pasa en su corazón no encuentra palabras, ese salvajismo animal que reprime, y cuando se canse de esa impasibilidad forzada se arrancará la ropa y saltará hacia mí con la erección que estuvo esperando con furia, esa furia que es una forma del amor que, si lo admitiera, sería admitir la misma frustración ante la tela en blanco. Se ha nublado, las nubes ocultan la luna, el viento sacude el ramaje de los pinos. Se viene la tormenta. La sangre fluye, la conciencia sangra.
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Extraños, los chicos Esterházy, nos acordamos los vecinos. Andaban siempre juntos pero separados. Nunca de la mano. Lazlo adelante, mirando a los costados, alerta, como si un peligro lo acechara. Aniko rezagada, mirando sus propios pasos, tarareando alguna de las melodías que le escuchaba tocar a su hermano. Si alguien los saludaba, los dos cabeceaban. Les gustaba ir al corazón del bosque, se tiraban boca arriba en la pinocha y se agarraban de la mano y miraban el cielo. Ratos largos se pasaban viendo las nubes. A Moni le gustaba decir que aunque fueran soñadores eran aplicados en la escuela. Y que el padre no les perdonaba que bajaran las buenas notas que tenían. Y esa severidad suya se traducía en penitencias como esa vez que los obligó a arrodillarse ante una pared blanca y permanecer inmóviles en esa posición durante horas. Lazlo se mordía los labios. Una mosca empezó a revolotearlo. Lazlo no la aguantó y la estampó contra la pared. Al volver el padre, vio la mancha en la pared y supo que se habían movido. Ahora debía quedarse arrodillado frente a la pared una hora más. Y después quitar la mancha con la lengua. Si la huella de la mosca no se borraba y la pared no quedaba impecable, continuarían en penitencia.
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En el amanecer, desde un médano, los dos hermanos miran las casas blancas diminutas, sus techos de tejas rojas, con vista al mar, las construcciones pioneras, y también el muelle borroso a esta hora, en el nacimiento del día, nadie a la vista. El cielo empieza a clarear, lo observan esperando que del resplandor que ilumina el horizonte, el confín del océano, empiece a surgir el sol, una cegadora bola de fuego. Este amanecer será único en sus memorias respectivas asegurando un estado de plenitud que quizás no vuelva a repetirse, un amanecer en el que creen percibir señales de un tiempo por venir en el que se cumplirán sus sueños, cuando seamos grandes piensan, y el mañana parece venir de ese sol que va adquiriendo forma como lo que esperan ser. Él, reproduciendo el estilo de su padre, asegurándole fama, una fama que le deparará también la entrega de mujeres y por qué no, entre ellas, destacándose, una mujer tan insinuante, la modelo que suele atisbar de reojo girando apenas la cabeza sin que su padre, paseándose entre los alumnos encandilados por el desnudo, pueda advertirlo. Ella también mira fijo el sol ahora más alto, encegueciéndola, como si esta mañana que nace fuera ya mañana, una mujer como su madre, la más linda, majestuosa, la que al caminar por el pueblo enciende el deseo y aunque no sabe todavía el nombre del deseo, lo que el deseo significa, se ve a sí misma como la madre desnuda y ella desde su rincón, porque está acostumbrada a verlo todo siempre desde un rincón, en una penumbra que favorece la observación sigilosa, pasando desapercibida al recorrer con ojos brillantes en la oscuridad los contornos de su madre que anhela heredar mientras el hermano le posa un brazo en el hombro, el cuello, el otro hombro, abrazándola y están más cerca que nunca, nunca tan cerca, nunca tanto, y sus labios, tímidos, se encuentran en un beso.
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ARDERÁ EL VIENTO de Guillermo Saccomanno
Cortesía Alfaguara